Como pocos lugares en el mundo, la
plaza central de la ciudad de Bogotá sintetiza en su arquitectura y
en sus muros la vida una sociedad de una manera tan
planificada como caótica. Placas conmemorativas de la historia
de Colombia. Pasajeras expresiones políticas de protesta en los viejos
edificios de gobierno. Un custodio silente que todo lo observa: la
estatua de Simón Bolívar, el libertador de casi media América del
Sur, con una rara mirada nostálgica. Palomas que van y vienen a la
figura de bronce como una metáfora de los tiempos históricos y la
gente que pasa, vive, dialoga, grita, se emociona y retoma su camino
hasta desaparecer de la vista de uno. Vendedores de frutas, jugos,
bocadillos de consumo popular y artesanías por aquí y por allá.
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Plaza Bolívar, el 1 de enero de 2019. La escultura fue hecha a mediados del siglo XIX por el italiano Pietro Tienerani. Foto: GGEM |
En este mismo sitio, el domingo 7 de
agosto de 2022, un político que no representa a los tradicionales
partidos políticos de este país, el Liberal y el Conservador,
asumió la presidencia de la República. Como nunca antes, los que
atestiguaron el cambio de mando no fueron mayoritariamente miembros
de esa élite educada, aristocrática y blanca que suele representar
a Colombia en el mundo, sino decenas, cientos de negros, mulatos,
indígenas y toda clase de gente del pueblo. Escucharon un discurso
que le interpelaba, pronunciado por el nuevo presidente, Gustavo
Petro, que les habló con una prosa poética de la posibilidad de
crear un nuevo proyecto de nación y un gobierno que no se sirva de
ellos, sino que los procure, que, en pocas palabras, haga “que en
este país se vuelva a sembrar maíz”. El ascenso de este político
al poder no es obra de un día o ni el triunfo de un efervescente
partido político fundado por un empresario o un grupo oligárquico
revanchista. Es un político de viejas convicciones nacionalistas y
democráticas, que en el teatro político se ha simplificado con el
nombre de “izquierda”, aunque el término sea tan obsoleto y
generalizador como su contraparte, la “derecha”.
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Vendedor de bebidas de mandarina en la Plaza Bolívar. A la izquierda, un fragmento de la fachada de la catedral y el arzobispado. Foto: GGEM |
Una de las veces que estuve en la Plaza Bolívar fue el 1 de enero de 2019. Las calles estaban vacías,
los comercios y las instalaciones gubernamentales permanecían
cerradas y eso me dio la oportunidad de ir paso a paso registrando
esos muros que hablan, sin prisa y sin aglomeraciones. Colombia es un
país que me ha interesado desde los años en que era un estudiante
del bachillerato y escuchaba a mi maestra de Literatura
Hispanoamericana hablar de Gabriel García Márquez y sus Cien
años de soledad, con sus pueblos y personajes del realismo
mágico a los que les encontraba cierta mexicanidad, cierto espíritu
de una América Latina que solo conocía en los mapas y los libros.
Como muchos en el mundo, me impresionó enterarme en 1979, en la
prensa, que un grupo de guerrilleros había tomado como rehenes a
decenas de diplomáticos que asistían a un cocktail en la embajada
de la República Dominicana en Bogotá. Los ejecutores de aquella
desafiante acción organizada y armada fue perpetrada por un
colectivo de guerrilleros urbanos llamado M-19. Se salieron con la
suya en aquellos días, canjeando rehenes por prebendas políticas y
medios de fuga hacia Cuba, donde se reagruparon para volver y buscar
medios de acción política una década después. Pero a su vuelta,
todo terminó en tragedia. Los militantes hicieron campaña política
aspirando por una curul en el Congreso, lo que solo les alcanzó para
constituir una minoría parlamentaria. Aquellos que rechazaban a toda
costa su presencia en el sistema político, porque los consideraban
unos “comunistas”, se dieron a la tarea de matarlos desde los
días en que ingenuamente creyeron que podrían ser legisladores y
ensanchar la vida democrática. Uno a uno fueron matándolos hasta
que virtualmente quedaron anulados.
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Una de las placas que reseñan momentos de la historia de Colombia y su relación con la Plaza Bolívar. Foto: GGEM |
Las placas que relatan la historia de
Colombia remiten una y otra vez a episodios y momentos en que el pueblo colombiano ha llegado hasta esta plaza cívica a exigir
libertades o cuando sus dirigentes fueron llevados al cadalso para la
ejecución pública. Llama la atención que una de esas chapas
informa sobre el asalto del M-19 al Palacio de Justicia en 1985, que
terminó con el incendio del inmueble y la muerte de decenas de
personas, incluyendo jueces y guerrilleros; y que otra placa, fuera
de la línea de continuidad de las demás, llame a la memoria de los
“desaparecidos” y reclame al Estado la represalia posterior
contra la organización asaltante.
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Sitio donde fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán en 1948. El retrato anónimo en la parte superior derecha es una de las muestras espontáneas de admiración al político. Foto: GGEM |
Fuera de la Plaza Bolívar, pero a tan
solo unos pasos, sobre la peatonal carrera 7, hay un muro que siempre
está lleno de pintas políticas, consignas, carteles de propaganda
opositora y flores. Es el sitio en el que asesinaron en 1948 a Jorge
Eliécer Gaitán, líder, entonces, de un movimiento político
nacionalista y popular de masas, que se proponía reducir las
desigualdades en la distribución de la riqueza. Su muerte desato una
revuelta urbana conocida como el “Bogotazo” y fue uno de los
puntos sobresalientes de un periodo de medio siglo denominado “La
violencia”, durante el cual se enfrentaron a muerte liberales y
conservadores, que con el tiempo habría de propiciar en la etapa
temprana de la década de 1960 el exilio de García Márquez a la
Ciudad de México, la que adoptó como su hogar hasta el último de
sus días.
La historia es un proceso social
complejo que no se reduce a la sucesión de acontecimientos y
fechas, aunque acaso sirvan de símbolo de referencia. En el caso de
Colombia, uno de esos momentos ocurrió en 1964, cuando el ambiente
conflictivo se complica con la formación de organizaciones
guerrilleras inspiradas en la entonces recién ocurrida Revolución
Cubana, protagonizada por el Movimiento 26 de Julio. En una localidad
llamada Marquetalia y bajo el liderazgo, entre otros, de un hombre
que portó el nom de guerre de Manuel Marulanda, fueron
creadas las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC),
reclamando centralmente una reforma agraria en un país y una región
en la que todo intento en ese sentido ha sido ahogado para favorecer
grandes latifundios. En este nuevo ciclo en el curso de la historia
política aparecen organizaciones como el M-19 y el Ejército de
Liberación Nacional, que sin compartir absolutamente una ideología
hicieron la guerra al Estado colombiano, generando un prolongado
conflicto de baja intensidad, agravado por la intervención militar
de Estados Unidos y, al menos en el caso de las FARC, la mezcla de
fines políticos con actividades ilícitas como el narcotráfico, el
secuestro y la extorsión.
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Las expresiones políticas surgen y desaparecen en la Plaza Bolívar. Al fondo, la fachada de la catedral y el arzobispado. Foto: GGEM |
En el último tramo del siglo XX y en
lo que va del siglo XXI, el ambiente social colombiano se fue
decantando en dos grandes planos ideológicos. Uno alineado con los
poderes institucionales y fácticos, que van desde los militaristas
hasta los liberales demócratas, y otro conectado con ideas
renovadoras que abarcan toda la gama de la llamada izquierda, desde
los que han portado armas en nombre de una lucha guerrillera hasta
los que creen en principios de libertad, derechos, democracia,
humanismo y un Estado de bienestar.
En este país, los espacios para la
acción político electoral y el acceso al poder institucional se los
han reservado durante dos siglos los liberales y los conservadores.
El ascenso al poder en 2014 de Juan Manuel Santos, miembro de una
familia de antigua raigambre oligárquica, significó la llegada de
un político liberal que al fin pudo generar el consenso mínimo para
iniciar un proceso de negociación de la paz, eficiente más allá
del plazo corto, como había ocurrido ya en la década de 1990,
primero con el M-19, que resultó el la tragedia ya descrita, y
después con las FARC y el fallido diálogo de 1999 en la localidad
rural de San Vicente del Caguán, entre Marulanda y el entonces
presidente Andrés Pastrana, afiliado al Partido Conservador. La
guerra tuvo nuevas escaladas y decaimientos que parecieron revelar un
impasse en el escenario militar y un cansancio de la sociedad por un
conflicto sin sentido a primera vista. Con Marulanda fallecido a los
77 años por causas naturales en 2008 y con las FARC estancadas en
el terreno, el ambiente para una nueva negociación fue replanteada
por Santos desde la Presidencia. A pesar de sus equívocos pasos, las
FARC no dejaron fuera sus viejas demandas de reforma agraria y
bienestar popular y las llevaron a la agenda de tratativas, que
concluyó con un acuerdo de pacificación firmado en noviembre de
2016 en el Teatro Colón de Bogotá, a unos pasos de la Plaza
Bolívar.
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Mapa de Colombia, mostrando zonas de producción de cafe, su principal producto agrícola. Foto: GGEM |
Los procesos históricos se entreveran
a lo largo del tiempo en lapsos de corta y larga duración, tejiendo
sus complejidades y dejando muchas veces para la anécdota y el
registro visual la simplicidad de un hecho ocurrido en una fecha
determinada, como puede ser la firma de un documento. La historia es
plena en continuidades y rupturas. Es probable que Gaitán, aquel líder
populista asesinado en 1948 en el centro bogotano, no haya sido indiferente para un campesino como Marulanda.
Tampoco la lucha de este radical combatiente pareció ser indistinta
a los guerrilleros del M-19, como no lo fue para quienes se
consideraron agraviados y se dieron a la tarea de anularlos de la
escena política. Un sobreviviente de aquella fue el joven Petro,
logrando hacer carrera política en el Poder Legislativo y al frente
del gobierno capitalino. Tres veces fue aspirante a la Presidencia,
en 2010, 2018 y 2022, cuando finalmente lo consigue, logrando con
ideas humanistas y votos lo que los guerrilleros no pudieron
conseguir con las armas.
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Vendimia de maiz en la Plaza Bolívar. Foto: GGEM |
El discurso de una hora que Petro
pronunció el 7 de agosto en la plaza central de Bogotá -llamada
Plaza Mayor en los tiempos virreinales y Plaza de la Constitución en
los años tempranos de la república en el siglo XIX- esbozó un
proyecto de nación que había estado generalmente ausente:
producción de alimentos para la soberanía alimentaria en una tierra
pródiga y generosa, clausura de esa guerra por encargo del gobiernos
de los Estados Unidos (proxy war) que ha sido la guerra contra
las drogas, reorientación del ejército para que sirva a las causas
populares y un Estado de bienestar presente en todos los rincones del
país. Cuatro años de administración e inclusive ocho, en caso de
reelección, parecen insuficientes para consolidar este plan, pero
los objetivos están descritos. Es posible que la propuesta lanzada
por Petro sea tenazmente resistida por la vieja oligarquía y sus
personeros en los espacios de poder fáctico y de la opinión
pública, pero hay elementos para suponer que la historia ha
conducido a Colombia a un momento de cambio y continuidad y que en la figura de
este presidente colombiano se materialicen las palabras premonitorias
de Gaitán, cuando afirmaba “Yo no soy un hombre, soy un pueblo...
Y el pueblo es superior a sus dirigentes”.